Cuando inicié
mi práctica clínica, lo hice con la
convicción de que el ser humano era una víctima de sus circunstancias
históricas y que el trabajo terapéutico consistiría en ayudarle
a reparar, a sanar las heridas
causadas por eventos externos a él: sus situaciones traumáticas,
malas relaciones familiares, desiertos educativos, estigmas sociales, etc.
Con la práctica
clínica he cambiado mi apreciación y es que, si bien todos estos eventos
exteriores condicionan la infelicidad, el dolor psíquico del ser humano, no son los determinantes fundamentales, pues la mayoría de las
personas que pasan por terapia,
tendrían porque estar muy
agradecidas con la vida, pues han gozado a través de toda su vida de la satisfacción de sus necesidades
básicas y en muchos casos con abundancia de posibilidades, de igual forma eran
hijos de hogares bien constituidos, de
parejas que tenían dificultades normales,
pero se amaban y respetaban, con algunas excepciones.
Disfrutaban de
salud física (sin limitaciones, ni defectos) y hasta de belleza. Han tenido acceso a educación de calidad
reconocida en el ámbito social; sin eventos traumáticos significativos, bien dotados intelectualmente, etc.
¿Entonces, de qué se quejaban?.
Pues como cosa que me resultó bien curiosa, fue que los que más se lamentaban de desamor,
eran los que los hechos contradecían su lamento y a diferencia de lo que
decían, uno constataba que recibían la mayor atención y cariño, pero lo que si era claro, era que nada parecía llenarlos y agonizaban en un gran “vacío”
interior que no era causado por el mundo exterior, ¿Entonces,
qué era lo que allí pasaba?
Mi formación
teórica venía dada por el psicoanálisis
freudiano fundamentalmente, aunque
obviamente la academia me había dado elementos sobre otras concepciones teóricas y clínicas del ser humano. Pero en ninguna de ellas había una respuesta
aproximada a esa contradicción. Y no voy
a entrar en detalles porque no siendo
éste un texto clínico, sino educativo, no amerita entrar en aspectos de difícil comprensión
para personas ajenas a la terapia y sólo de interés para psicólogos.
Fue entonces la práctica clínica, el encuentro con los pacientes, lo que empezó
a develar un mundo de
respuestas para mí desconocidas
desde los libros. Esas verdades
fueron cambiando mi concepción
del ser humano formada a través de
las teorías y
descubrí para mi gran sorpresa
que: el ser humano es libre y ser feliz o desdichado, es una decisión; que el sufrimiento no era causado por eventos externos reales sino
por inclinaciones internas
estructuradas en lo
imaginario; que rara vez el dolor
procedía del otro y que en la gran mayoría de los casos, provenía del Ego, que no es lo mismo que el “YO”.
Esta diferenciación también fue
elaborada desde la práctica terapéutica,
pues en la mayoría de los textos psicológicos se usan como sinónimos.
También descubrí
que los defectos de
personalidad no eran el resultado
de una lucha fallida por conquistar la
vida, sino un enamoramiento mórbido de la muerte.
Este último
aspecto no sólo explica la
psicología de los violentos, sino muchos aspectos de la sociedad, fundamentada
en una cultura de muerte.
En este momento
entonces, trabajo desde una
perspectiva del ser humano como “responsable”
de su destino, libre de hacer con
sus circunstancias lo que desea, dentro de las posibilidades.
El problema
para el sujeto se inicia cuando eso que
desea no es “bueno” para él,
sin placentero. Y muchas veces
lo bueno, no es lo que nos
complace y place no es
felicidad, en muchos casos
es el camino a la desgracia.
La vida se
convierte en una desgracia porque
no saben dar “gracias”,
son desagradecidos ante las posibilidades
a su alcance y sólo ambicionan lo imposible, lo
cual los condena a una eterna
insatisfacción.
Acatar los
límites que la “realidad” impone y
aceptar que algunas cosas rebasan nuestras posibilidades y otras tantas no serían
buenas para nuestra felicidad,
vivir plena y satisfactoriamente
dentro de los límites del deber
y la posibilidad, es el aspecto que más cuesta
a la mayoría de los sujetos.
Renunciar al hedonismo,
tomar consciencia de la
realidad propia, reconocer
al otro y aceptar respetuosamente la diferencia; son
aspectos necesarios que el sujeto
debe desarrollar para
recorrer el camino de la
maduración y la felicidad, que es lo que define
la salud mental.
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